A finales del siglo XIX, el Perú se encontraba en la cúspide de la producción de pisco, un destilado que había evolucionado desde la época colonial para convertirse en un emblema de la identidad nacional. Con raíces que se remontan al siglo XVI, el pisco representaba una tradición cuidadosamente preservada por generaciones de productores peruanos. Elaborado a partir de uvas cultivadas en los fértiles valles del sur del país, este destilado no solo gozaba de prestigio local, sino que comenzaba a ser reconocido a nivel internacional.
En este contexto, el empresario chileno Olegario Alba Rivera, intrigado por el éxito del pisco peruano, decidió viajar al Perú para aprender de primera mano los secretos de su elaboración. Aunque en Chile ya se producían aguardientes, estos carecían del prestigio y la calidad que caracterizaban al pisco peruano. Alba, convencido de que podía replicar este éxito en su país, se dirigió a dos localidades clave: Pisco, en Ica, y Locumba, en Tacna, ambas reconocidas por su excelencia en la producción de esta bebida.
Durante su estancia en el Perú, Alba estudió meticulosamente cada etapa del proceso de elaboración del pisco. Desde la selección de uvas pisqueras como Quebranta, Italia, Moscatel y Torontel, hasta la destilación en alambiques de cobre, el empresario tomó nota de las técnicas que garantizaban la pureza y calidad del destilado peruano. Uno de los aspectos que más le impresionó fue la ausencia de envejecimiento en madera, una práctica que preservaba los sabores y aromas originales de las uvas.
Con este conocimiento, Alba regresó a Chile y en 1878 comenzó a producir un aguardiente inspirado en el pisco peruano en la región de Coquimbo. Aunque su versión del destilado adquirió características propias, como la adición de agua para ajustar el grado alcohólico y el envejecimiento en barricas, su base técnica era innegablemente peruana. En 1882, este aguardiente ya se comercializaba en Valparaíso y otras regiones de Chile, marcando el inicio de lo que posteriormente sería conocido como "pisco chileno".
El historiador chileno Virgilio Figueroa documentó este episodio en su "Diccionario histórico, biográfico y bibliográfico de Chile". Según Figueroa, Alba aprendió directamente de los productores peruanos, adoptando sus técnicas para desarrollar una industria que sería fundamental en la historia de los destilados chilenos.
Hoy en día, la controversia sobre la denominación de origen del pisco sigue vigente. Mientras Chile argumenta un desarrollo paralelo de su industria, Perú aporta pruebas históricas que demuestran el origen peruano de esta bebida. Documentos coloniales, testimonios literarios y registros como los de Figueroa confirman cómo las tradiciones peruanas fueron fundamentales para la creación del "pisco chileno".
Un episodio emblemático ocurrió en el siglo XX, cuando la localidad chilena de "La Unión" cambió su nombre a "Pisco Elqui". Este cambio buscaba asociar el producto chileno con el prestigio del nombre "Pisco", aunque no existía en Chile ninguna localidad histórica con ese nombre. Este gesto refleja un intento de reforzar la identidad regional con una denominación de origen que, en realidad, tiene profundas raíces peruanas.
El pisco, más que una bebida, es un símbolo de identidad y orgullo cultural. Su historia evidencia no solo la riqueza y el ingenio del Perú, sino también la importancia de reconocer los orígenes auténticos de un producto que ha trascendido fronteras y generaciones.
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