En las entrañas de Lima, donde el pasado se funde con el presente en un abrazo eterno, Zavalita contemplaba la pantalla de su computadora con la misma perplejidad con la que antaño miraba los titulares de La Crónica. Los números danzaban frente a sus ojos, códigos binarios que prometían descifrar los misterios de una nación tan diversa como contradictoria.
—¿En qué momento se había jodido el Perú? — se preguntó, como tantas otras veces. Pero esta vez, la respuesta parecía esconderse en los algoritmos que devoraban gigabytes de información a velocidades inimaginables.
Mientras tanto, en las alturas de Puno, la abuela Melchora tejía sus recuerdos en una manta multicolor, ajena al hecho de que cada palabra en quechua que susurraba era capturada por satélites invisibles, transformada en datos que alimentaban las entrañas de servidores en Silicon Valley.
"La modernidad nos alcanzó", pensó el teniente Gamboa, ahora reconvertido en analista de datos para una startup limeña. Sus manos, otrora expertas en el manejo del fusil, ahora danzaban sobre el teclado con la misma precisión mortal. "¿Será esta la nueva forma de defender la patria?", se cuestionó, mientras sus ojos recorrían las estadísticas de lenguas en peligro de extinción.
En el Congreso, un honorable legislador susurraba "Ama sua, ama llulla, ama quella", mientras los parlamentarios debatían acaloradamente sobre la Ley de Protección de Datos Culturales, ignorantes de que en ese preciso instante, miles de mitos y leyendas amazónicas estaban siendo digitalizados por un ejército de bots programados en un sótano de Miraflores.
Santiago Zavala, hijo de don Fermín, había abandonado el periodismo por la ciencia de datos. Ahora, en lugar de perseguir la verdad en las calles de Lima, la buscaba en patrones estadísticos y correlaciones improbables. "¿Será posible cuantificar el alma de un pueblo?", se preguntaba, mientras sus algoritmos intentaban predecir el próximo boom de la gastronomía peruana.
En las profundidades de la selva de Iquitos, un chamán shipibo-konibo realizaba una ceremonia de ayahuasca, sin saber que sus cánticos ancestrales estaban siendo grabados y analizados por inteligencias artificiales hambrientas de conocimiento, mientras el Muqui, el Tunche y los espíritus de la selva se mezclaban con los bits y bytes en una danza cósmica de preservación cultural.
La Catedral de Lima, testigo silencioso de siglos de historia, ahora albergaba en su cripta un centro de datos que almacenaba el genoma cultural del Perú. Los fantasmas de conquistadores y libertadores vagaban entre los servidores, confundidos por este nuevo tipo de conquista silenciosa.
En un café de Barranco, un grupo de jóvenes programadores debatía acaloradamente sobre ética de la Inteligencia Artificial y el Big Data. "¿Tenemos derecho a digitalizar los sueños de una nación?", preguntó uno. "¿Y si no lo hacemos nosotros, quién lo hará?", respondió otro, mientras el aroma del café de Villa Rica se mezclaba con el humo de los cigarrillos y el zumbido de las laptops recientemente adquiridas en Avenida Wilson.
Lituma, ahora retirado en su Piura natal, escuchaba con asombro las noticias sobre cómo las computadoras podían predecir el comportamiento humano. "Si hubiera tenido eso en mis tiempos de guardia civil", pensó, recordando los misterios sin resolver que nunca llegó a resolver.
En el llaqta Machu Picchu, un grupo de arqueólogos utilizaba drones y escáneres 3D para mapear cada piedra, cada grieta, convirtiendo la ciudad sagrada de los incas en una nube de puntos digitales, mientras el dios Inti miraba con curiosidad esta nueva forma de veneración tecnológica; y así, entre líneas de código y tradiciones milenarias, entre servidores climatizados y apachetas en las cumbres de la Cordillera Huayhuash, el Perú se reinventaba una vez más.
La memoria colectiva de una nación se transformaba en terabytes de información, esperando el día en que alguien, quizás un nuevo Zavalita, aprendiera a leer en esos datos la verdadera historia de un país que se negaba a ser definido por simples algoritmos.
Porque al final, como siempre había sido, el Perú era más que la suma de sus partes, más que cualquier base de datos podría contener. Era un misterio que se resistía a ser resuelto, una paradoja que desafiaba cualquier intento de categorización, un relato infinito que ni siquiera la inteligencia artificial mas moderna podría, ni podrá procesar en su totalidad jamás.
Y mientras tanto, en algún lugar entre la realidad y la ficción, entre el pasado y el futuro, Mario Vargas Llosa sonreía, sabiendo que la verdadera preservación cultural del Perú no estaba en los datos, sino en las historias que seguiríamos contando, reinventando y viviendo, generación tras generación, en este país de todas las sangres y todos los bits.
¡Felices Fiestas Patrias, Perú!
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